DÉCIMO TERCER DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO


28 DE JUNIO DE 2009

Lectura del santo Evangelio según san Marcos 5, 21-43

Cuando Jesús regresó en la barca a la otra orilla,
una gran multitud se reunió a su alrededor, y él se quedó junto al mar. Entonces llegó uno de los jefes de la sinagoga, llamado Jairo, y al verlo, se arrojó a sus pies, rogándole con insistencia: «Mi hijita se está muriendo; ven a imponerle las manos, para que se cure y viva.» Jesús fue con él y lo seguía una gran multitud que lo apretaba por todos lados.
Se encontraba allí una mujer que desde hacia doce años padecía de hemorragias. Había sufrido mucho en manos de numerosos médicos y gastado todos sus bienes sin resultado; al contrario, cada vez estaba peor. Como había oído hablar de Jesús, se le acercó por detrás, entre la multitud, y tocó su manto, porque pensaba: «Con sólo tocar su manto quedaré curada.» Inmediatamente cesó la hemorragia, y ella sintió en su cuerpo que estaba curada de su mal.»
Jesús se dio cuenta en seguida de la fuerza que había salido de él, se dio vuelta y, dirigiéndose a la multitud, preguntó: «¿Quién tocó mi manto?»
Sus discípulos le dijeron: «¿Ves que la gente te aprieta por todas partes y preguntas quién te ha tocado?» Pero él seguía mirando a su alrededor, para ver quién había sido.
Entonces la mujer, muy asustada y temblando, porque sabía bien lo que le había ocurrido, fue a arrojarse a los pies y le confesó toda la verdad.
Jesús le dijo: «Hija, tu fe te ha salvado. Vete en paz, y queda curada de tu enfermedad.»
Todavía estaba hablando, cuando llegaron unas personas de la casa del jefe de la sinagoga y le dijeron: «Tu hija ya murió; ¿para qué vas a seguir molestando al Maestro?» Pero Jesús, sin tener en cuenta esas palabras, dijo al jefe de la sinagoga: «No temas, basta que creas.» Y sin permitir que nadie lo acompañara, excepto Pedro, Santiago y Juan, el hermano de Santiago, fue a casa del jefe de la sinagoga.
Allí vio un gran alboroto, y gente que lloraba y gritaba. Al entrar, les dijo: «¿Por qué se alborotan y lloran? La niña no está muerta, sino que duerme.» Y se burlaban de él.
Pero Jesús hizo salir a todos, y tomando consigo al padre y a la madre de la niña, y a los que venían con él, entró donde ella estaba. La tomó de la mano y le dijo: «Talitá kum», que significa: «¡Niña, yo te lo ordeno, levántate!» En seguida la niña, que ya tenía doce años, se levantó y comenzó a caminar. Ellos, entonces, se llenaron de asombro, y él les mandó insistentemente que nadie se enterara de lo sucedido. Después dijo que le dieran de comer.


COMENTARIO

Este domingo, el Evangelio nos cuenta de dos milagros realizados por Jesús. O un doble milagro entrelazado, que aparece de la misma manera en los tres sinópticos (muy resumido en Mateo, y no tanto en Lucas), y que invita a ser imaginado como un conjunto de escenas que desfilan ante los ojos del lector.

Estamos acostumbrados a leer un solo milagro en las reflexiones y meditaciones que hacemos en los encuentros y en las celebraciones. Los evangelistas han colocado por separado cada hecho milagroso o extraordinario que realizaba el Señor. Pero en este capítulo, Marcos, no sólo los ha unido, sino que además los ha entrelazado de tal forma que no se los pudiera separar o cortar. ¿Porqué razón, el autor ha unido estos dos milagros de Jesús? ¿Cuáles son estos milagros?

Jesús regresa con sus discípulos a la orilla occidental del lago de Genezaret, sirviéndose del mismo bote desde el que había predicado a las gentes (5, 1) y con el que había hecho la travesía cuando ocurrió lo de la tempestad calmada (4, 36). Es la ciudad de Cafarnaún, la que Jesús había elegido como plataforma de su actividad evangelizadora.

Apenas desembarcaron, se presentó delante de Jesús el jefe de la sinagoga de Cafarnaún, llamado Jairo. Este hombre importante no sabe a quien acudir para obtener la salud de su hija. Posiblemente ha visto cómo Jesús curaba a los enfermos imponiéndoles las manos. Ahora espera que le acompañe a su casa y haga otro tanto con su hija enferma.

Pero en el camino ocurre otro milagro en beneficio de una pobre mujer que padece una enfermedad vergonzosa (es la hemorroísa). Ella sabía muy bien que, según la Ley (Lev 15, 25-27), debía evitar todo contacto con las personas, pues era una mujer "impura". Sin embargo, no perderá la ocasión de acercarse sigilosamente a Jesús y de tocar la orla de su manto. Es su última esperanza, pues ha gastado ya toda su hacienda con los médicos sin alcanzar remedio. Ahora espera quedar sana de pronto con solo tocar el manto de Jesús.

Analizando bien el relato descubrimos los puntos en común de los milagros y que los dos hablan de un mismo tema:

Las dos personas curadas son mujeres, aunque de diferente edad; en los dos casos se habla de doce años; en las dos veces se habla de temor, así como también de fe y de salvación. Finalmente los dos milagros se producen "inmediatamente" y las personas favorecidas continúan su vida normal.

La mujer, movida por la necesidad, se ha introducido en el grupo de los que siguen a Jesús. No podía hacerse notar entre la gente, porque además de la vergüenza que le provocaba su enfermedad, al acercarse a la multitud estaba transgrediendo las normas. Pero tiene suficiente fe en Jesús para saber que con sólo tocar el manto, manteniendo su anonimato, puede obtener la curación. Así lo hace, e inmediatamente queda curada. Jesús tiene un poder como para purificar a aquellos que el Antiguo Testamento declara impuros.

El otro caso es el de la hija del jefe de la Sinagoga. Ella está muerta y ya ha comenzado la celebración de los funerales. Es también una impura que, según las leyes del Antiguo Testamento, contagia su impureza a todos los que la tocan. Sin embargo, Jesús le dijo al jefe de la Sinagoga que tuviera fe, luego se acercó y tomó a la niña de la mano. Con una orden dada por el Señor, la niña se levantó y comenzó a caminar.

El Evangelio ha reunido estos dos milagros porque es un encuentro de Jesús con la muerte manifestada en dos formas distintas: un muerto en vida y un muerto físicamente. Y Jesús demostró su poder ante esta muerte, contra la cual los hombres no pueden hacer nada.

En los dos casos, el evangelio nos invita a ver la verdadera situación del hombre en el mundo, y lo que significa el encuentro con Jesús. Dicho de otra forma se nos hace caer en la cuenta de que hay una manera más correcta de hablar de la muerte que la que usamos habitualmente. Muchas veces, o casi siempre, hablamos de los muertos y de los vivientes poniendo como punto de referencia el sepulcro. Los que están sepultados son los muertos y los que están fuera del cementerio son los vivientes. Para el Evangelio, muertos son los que han roto todas sus relaciones con Dios y con el prójimo, aunque anden caminando por las calles o rodeados por la multitud.

La muerte es estar sumido en la tristeza, la vergüenza y el temor; es carecer de libertad, es no tener ánimo para vivir, es no tener deseos de vivir... La muerte también es la situación de los que por distintas razones están marginados o discriminados, y se ven impedidos de participar de las condiciones de vida de los demás.

La vida, en cambio, es mucho más que respirar, tener pulsaciones o actividad cerebral. La vida es gozar de todo aquello que Dios creó para los seres humanos: las relaciones de amor, la felicidad, el goce de todas las cosas que están en el mundo... Vivir es poder realizarse en el mundo, desarrollando las capacidades que Dios ha dado a cada uno. Los que viven son los que están abiertos a la fe y al amor, son aquellos que extienden a su alrededor vínculos de amor y de amistad, manifiestan alegría y confianza.

Para poder vivir de esta forma es necesario que el ser humano esté en orden, es decir, que se sitúe correctamente en el lugar que le corresponde con referencia a Dios, al prójimo y a toda la creación. Toda desviación o desubicación será causa de los grandes desórdenes que conducen a una vida fracasada, y finalmente a la muerte.

Jesús ha venido a redimirnos para que no padezcamos ninguna de las formas de la muerte ni caigamos en la muerte eterna. Él se hizo hombre, murió y resucitó por nosotros para damos la posibilidad de evitar esta perdición definitiva. La salvación que nos trae Jesús no es solamente la promesa para la otra vida, sino que al vencer la muerte, ha vencido también esta primera forma que es la que ya se padece en este mundo. Esta salvación se manifiesta en que el hombre de fe comienza a vivir en la alegría y en el amor, con confianza y sin temores ni vergüenzas.

El que vive de esta manera, unido a Cristo, tiene una promesa de que esa vida será eterna siempre que mantenga con fidelidad esa unión con el Señor. Aunque tenga que morir físicamente, su muerte no será nada más que un sueño, como la niña del relato evangélico.

Si vemos que la muerte reina a nuestro alrededor porque no hay amor
ni esperanza, porque no hay alegría ni confianza, no desesperemos: Cristo ha vencido a esta muerte y puede aportar la vida. Si nos encontramos apesadumbrados porque nos sentimos solos, tristes, sin amor y sin confianza, si sentimos la vergüenza de nuestros pecados y el temor de que esta muerte se convierta en eterna, volvámonos a Jesús: reconozcamos a nuestro Salvador, tengamos fe y Él - a través de la Iglesia - nos dará la vida.

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